martes, 22 de enero de 2013

VILLA FECALES


El gran evento se acercaba, el calendario se iba quedando sin espacio para más tachaduras, 26 de octubre aparecía limpio y sin marcas en la última casilla de aquel implacable almanaque. Bostina  y yo anunciaríamos oficialmente nuestro compromiso.
Los Defecado Martínez eran una familia muy bien acomodada en Villa Fecales, durante años habían amasado una cuantiosa fortuna gracias a la acertada administración de una empresa de fabricación de pocetas a dedicación exclusiva. La calidad de sus productos era bien conocida a lo ancho y largo de toda la península ibérica, incluso el mismísimo Rey Juan Carlos dijo que jamás había deliberado sus “asuntos” de forma tan placentera.
La mañana de la fecha más comprometida de mi vida, me levanté con una resaca de esas que no son consecuencia de los excesos, una pesadumbre propia de aquél que se ve a punto de lanzarse al agua sin más consuelo que el de haber pescado el mejor de los peces. Mirándome al espejo, intenté desviar mis pensamientos hacia un asunto que no desmerecía de mi atención; el bigote ralo y puberto debía desaparecer. Me dispuse a eliminar aquel caminillo de hormigas que contorneaba el superior de mis labios, los nervios de la ocasión no fueron de gran ayuda, pero después de un par de pasadas el problema quedó resuelto.
El ruido de una corneta me trajo de vuelta a la tierra. Hoy es 26 de octubre, a las 10:30 de la mañana un chofer enviado por Don Defecado pasaría a buscarme para llevarme a la cita; Bostina esperaría por mi junto a toda la familia. Dándome cuenta de que ya estaba tarde, tome el saco que había dejado a bien resguardo tras la puerta de la cocina, subí el cierre del pantalón, una última ojeada ante el espejo para confirmar mi impuesto estilo de señorito y a correr escaleras abajo. En la calle, con cara de burro con sueño, estaba Plasto, sosteniendo abierta la puerta trasera de un lujoso sedán de color negro. Si mediar palabras salté al interior del vehículo y sentí el ruidoso portazo tras de mi.
Aquel recorrido que hacía a pie casi todos los días para visitar a Bostina, curiosamente se me hizo larguísimo en carro. Plasto, acostumbrado a trasladar a Don Defecado, tenía una forma de conducir muy señorial y excesivamente apegada a las reglas, cada semáforo o paso peatonal era respetado con enfermiza convicción. Después de casi hora y media, enfilamos la carretera que llevaba a la entrada de la residencia de los Defecado Martínez. El portón del garaje se abrió de forma automática y Plasto estacionó en uno de los espacios que le permitía la impresionante colección de automóviles que atesoraba mi futuro suegro.
Allí estaban todos esperándome. Bostina lucía sorprendentemente hermosa con aquellos lentes que cubrían la totalidad de sus facciones. Su madre, que tampoco era muy agraciada, tenía un vestido oscuro ancho al más puro estilo bolsa de basura apunto de reventar. Mi suegro, Don Defecado, era el tuerto en aquél país de ciegos, muy sobrio en su traje negro de seda italiana. Ante ese panorama, solo me quedó poner una ensayada sonrisa de niño bueno y proceder a los saludos pertinentes.
Sin más protocolo, nos dirigimos al comedor principal, cosa que en aquel palacio nos tomó casi los mismo que el trayecto en carro con Plasto. Una muy señorial mesa, a mi entender solo comparada con una que otra portada de la Hola, nos esperaba para un suntuoso banquete. La cantidad de cubiertos y platos que se ordenaban de forma geométrica sobre el inmaculado mantel, se presentaban como una ecuación casi indescifrable sin los buenos oficios de un manual de buenas costumbres. El atorrante sonido de una campanilla sirvió para avisar a la criada que era hora de servir el caldo. Observando al resto de los comensales me fui instruyendo en el arte de la selección del instrumento correcto para cada plato que iba desfilando.
La comida estaba deliciosa, y más allá del sonido de los cubiertos, no se escuchó nada. Los postres llegaron, y como ya era de costumbre, Bostina y mi queridísima futura suegra comieron como hormigas acumulando alimento para un invierno eterno. Un reloj de agujas que se encontraba al fondo del salón dio la 1 de la tarde. Sin más excusas para alargar el momento me dispuse a dar la noticia. En los ojos de mis suegros podría percibir las ansias de quienes no puede dar crédito al hecho de que por fin, Bostina, su única y muy amada hija, sería desposada. Aclare mi garganta y dando un par de golpecitos con el cuchillo a mi copa rompí el silencio. La atención de todos estaba sobre mí y sin más remedio inicié mi discurso.
Siempre dado a dar vueltas sin ir al grano, me paseé por los hermosos momentos que Bostina y yo habíamos compartido en los ya casi 5 años de relación, incluso recordé aquella anécdota en la que tuve que salvarla de un grupo de ecologistas del Green Peace que la habían confundido con una ballena encallada a la orilla de la playa. En medio de aquella perorata que ya empezaba a impacientar, comencé a sentir un pequeño terremoto cuyo epicentro se ubicaba en lo mas profundo de mis entrañas. Haciendo acopio de mucha fuerza logré esquivar aquel momento de forma elegante, pero mis vagos conocimientos de geología me decían que donde hubo terremoto se sobrevienen replicas.
Los Defecado Martínez empezaron a notarme extraño, gotas de  frío sudor corrían por mi frente y la situación estaba llegando a su momento límite. No conseguía mantenerme quieto y cada nueva posición aumentaba la presión insoportable sobre mi estómago. De pronto un sonidito escapo por debajo de la mesa y acto seguido una patada que impactó directo en el centro de mi espinilla. Bostina me veía con cara de escopeta. El color se me subió a las mejillas y no encontré palabras para disculparme por tamaña falta a las buenas maneras. No era una buena manera de presentarme ante los Defecado Martínez. Otro sonidito, esta vez de magnitudes superiores escapó sin reparos. Una esencia desmejorada de caldo y chupetón impregnaron el salón, las manifestaciones de repudio de Don Defecado no se hicieron esperar.
Abandoné la mesa a toda carrera y con gran suerte logré llegar al jardín, donde con gran placer hice honor al apellido de mi futura familia. Allí dejé abono para los próximos 6 meses. Desde la ventana del comedor asomaban las incrédulas caras de Bostina, Don Defecado y mi suegra; las criadas no quisieron perderse del espectáculo y también aparecieron por los ventanales de la cocina. Con un saludo y una sonrisa les hice saber que todo estaba bien, que no había complicaciones y que la naturaleza había seguido su curso sin mayores contratiempos.
Regresé con gran alivio al comedor. Volví a aclarar mi garganta y esta vez me decidí por el camino corto. Sin más florituras pedí la mano de Bostina, a lo que Don Defecado respondió con una definitiva y muy rotunda negación. Paradójicamente mi futuro como administrador de una de las empresas con mayor reconocimiento en la industria de la fabricación de pocetas se había ido al traste por culpa de una gran cagada.